A los pocos días de que murió mamá, una tarde, me ocupé de vaciar su heladera.
Después del viaje a Cuba con su hermana, y antes, ya le costaba mucho comer. Y estuvo internada un mes, así que no había demasiado. Algunas cosas parecían congeladas desde mi infancia. Porque las heladeras habían cambiado, aunque no más de cinco veces en treinta años, desde la Siam en tonos marrones, un fierro, rectangular, con puerta de manija plateada y congelador, hasta la última de plástico blanco que ni me acuerdo la marca. Pero el uso de los espacios se mantenía el mismo en todas. La llegada del frízer había cambiado ligeramente el repertorio.
En la puerta había desde siempre un par de huevos, unos dientes de ajo y sus pellejos, una bolsita con un poco de queso rallado, unos pomos retorcidos de mayonesa y mostaza, pimienta blanca, condimento para pizza, algunas gotas (reliverán) y pastillas, un poco de manteca, medio limón, un pomito de la Gotita, una botella de agua (o jugo en polvo) y una leche. En los estantes una ollita con sopa (que le había hecho yo un mediodía), un queso crema vencido, unos zapallitos y unas cebollas medio secas, dos papas, unas tapas de empanada que su amiga Mary (la vecina del fondo) le traía del trabajo. Tiré todo.
En el frízer había unos postres, unas bolsas con pastas (fideos y ravioles, hechos por mi hermano), y un táper con tuco: todo eso me lo llevé a casa.
En los días siguientes, fui comiendo las pastas con pesto, manteca o aceite, y queso rallado. Una noche, solo en casa, me dispuse a comer unos fideos con el tuco. Recién ahí me cayó la ficha de que iba a ser la última vez que probara una comida cocinada por mi vieja.
Cuando abrí el táper (soy daltónico), no se veía rojo: se veía verde. El tuco resultó ser una sopa de verduras.
La puse en una olla y al fuego para descongelarla. Se desprendió un aroma tenue, incierto. Cuando se derritió la mitad, le separé un poco para mi hermano, en un vaso de plástico deportivo con tapa y sorbete. Y dejé calentar bien el resto para servirme un plato.
Me senté a la mesa, y me abstuve de agregarle sal o rallarle queso. Cuando probé la primera cucharada se me hizo agua la vista. Un caldo liviano, amarillo pálido verdoso, con trocitos de apio, cebolla, zapallito, zanahoria, papa. Medio dulzón y con un toque ácido. Los condimentos de siempre, sal y pimienta, quizás una pizca de nuez moscada.
Mamá preparaba unos canelones con tuco, unas milanesas de nalga, unos matambres arrollados de la san puta: cocina simple y deliciosa. La sopa no estaba rica, la verdad. Pero tenía el gusto tan familiar de las cosas hechas rápido, prácticamente, con lo que hubiera en la heladera (o una escapada al kiosco/almacén: andá y traé…), lo más sano y sabroso posible, y sin repetir la comida del día anterior.
A cada cucharada, desde las papilas, se me iban despertando recuerdos, imágenes, escenas en la cocina cambiante de la casa de siempre.
Lo llamé a Lalo. Le conté. Que me había traído un táper, y que el tuco al final salió sopa. Que le guardaba.
A los días fui una escapada en bici hasta su casa, arriba de lo de mis viejos. Estaba tirado en la cama, mirando la tele.
-¿Te acordás de la sopa que te conté? Acá está.
Le di la botellita. Destapó el pico del sorbete y la probó así en frío nomás.
-Es cualquiera. Tiene re-gusto a mamá.
Se rió con los ojos brillosos. Me pidió que la dejara arriba de la mesada.
Echados frente a un partido de Boca o River, charlamos un rato: lo que nos pasaba, lo que sentíamos, el desgaste de lidiar con lo amable y cargoso de los demás, las agendas semanales.
En el entretiempo, me volví a casa pedaleando pensativo, dándole vueltas a otras cosas que ya no iban a pasar más.