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Omar Shané y el hermano boliviano

Entré a un supermercado chino en una calle lateral de Quilmes Oeste, y cuando llegué a la heladera de lácteos, al fondo del local, sentí que en la carnicería, desde un equipito, sonaba una cumbia, y reconocí la voz emocionada de Omar Shané.
Recordé la figura de Shané en las tapas de sus casetes, con la hatata y el brin, paisajes exóticos, reyes magos, odaliscas… Se hacía llamar El Jeque (El Sheik, El Príncipe, El Magnífico). La música tenía raíz santafesina, con predominio de los punteos de guitarra. No era cumbia de fiesta, sino para escuchar en la casa o en el trabajo; cumbia con contenido social. Ya en los ’80 (todavía no cundían la cumbia villera ni los pibes chorros) escribía canciones sobre asuntos marginales: pobreza, abusos, abortos clandestinos, chicos ladrones, provincianos que caían presos.
El carnicero, un morochito de rulos de unos veintipico, emergió de la cámara frigorífica. ¿Este es Omar Shané?, le pregunté. “Sí, es acá de Quilmes, yo lo conozco”. Yo lo escuchaba hace veinte años, le conté. Tiene cumbias buenas pero bastante tristes. “Sí,” reconoció, “muchas te dan piel de gallina”. ¿Y sigue tocando?, me dio curiosidad. “Ahora se hizo pastor”.
Me acordé de un tema muy atípico sobre un hombre que anda por Villa Domínico, y se encuentra a un amigo boliviano mirando el río, triste porque a su país le quitaron la salida al mar. Deciden ahogar la sed de mar en un mar de vino de la costa; y el local aprovecha para apagar también su sed de Malvinas. Juntos sueñan con la unidad latinoamericana. Y el cantor argentino le convida el mar al hermano boliviano. Una maravilla.
Cuando salía del súper, en la vereda, al sol, contra las rejas azules, la chinita de la caja, sonriente, tenía en brazos, envuelta en un aguayo, a la bebé de la verdulera, y le daba la mamadera.