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El guiso póstumo

A los pocos días de que murió mamá, una tarde, me ocupé de vaciar su heladera.

Después del viaje a Cuba con su hermana, y antes, ya le costaba mucho comer. Y estuvo internada un mes, así que no había demasiado. Algunas cosas parecían congeladas desde mi infancia. Porque las heladeras habían cambiado, aunque no más de cinco veces en treinta años, desde la Siam en tonos marrones, un fierro, rectangular, con puerta de manija plateada y congelador, hasta la última de plástico blanco que ni me acuerdo la marca. Pero el uso de los espacios se mantenía el mismo en todas. La llegada del frízer había cambiado ligeramente el repertorio.

En la puerta había desde siempre un par de huevos, unos dientes de ajo y sus pellejos, una bolsita con un poco de queso rallado, unos pomos retorcidos de mayonesa y mostaza, pimienta blanca, condimento para pizza, algunas gotas (reliverán) y pastillas, un poco de manteca, medio limón, un pomito de la Gotita, una botella de agua (o jugo en polvo) y una leche. En los estantes una ollita con sopa (que le había hecho yo un mediodía), un queso crema vencido, unos zapallitos y unas cebollas medio secas, dos papas, unas tapas de empanada que su amiga Mary (la vecina del fondo) le traía del trabajo. Tiré todo.

En el frízer había unos postres, unas bolsas con pastas (fideos y ravioles, hechos por mi hermano), y un táper con tuco: todo eso me lo llevé a casa.

En los días siguientes, fui comiendo las pastas con pesto, manteca o aceite, y queso rallado. Una noche, solo en casa, me dispuse a comer unos fideos con el tuco. Recién ahí me cayó la ficha de que iba a ser la última vez que probara una comida cocinada por mi vieja.

Cuando abrí el táper (soy daltónico), no se veía rojo: se veía verde. El tuco resultó ser una sopa de verduras.

La puse en una olla y al fuego para descongelarla. Se desprendió un aroma tenue, incierto. Cuando se derritió la mitad, le separé un poco para mi hermano, en un vaso de plástico deportivo con tapa y sorbete. Y dejé calentar bien el resto para servirme un plato.

Me senté a la mesa, y me abstuve de agregarle sal o rallarle queso. Cuando probé la primera cucharada se me hizo agua la vista. Un caldo liviano, amarillo pálido verdoso, con trocitos de apio, cebolla, zapallito, zanahoria, papa. Medio dulzón y con un toque ácido. Los condimentos de siempre, sal y pimienta, quizás una pizca de nuez moscada.

Mamá preparaba unos canelones con tuco, unas milanesas de nalga, unos matambres arrollados de la san puta: cocina simple y deliciosa. La sopa no estaba rica, la verdad. Pero tenía el gusto tan familiar de las cosas hechas rápido, prácticamente, con lo que hubiera en la heladera (o una escapada al kiosco/almacén: andá y traé…), lo más sano y sabroso posible, y sin repetir la comida del día anterior.

A cada cucharada, desde las papilas, se me iban despertando recuerdos, imágenes, escenas en la cocina cambiante de la casa de siempre.

Lo llamé a Lalo. Le conté. Que me había traído un táper, y que el tuco al final salió sopa. Que le guardaba.

A los días fui una escapada en bici hasta su casa, arriba de lo de mis viejos. Estaba tirado en la cama, mirando la tele.

-¿Te acordás de la sopa que te conté? Acá está.

Le di la botellita. Destapó el pico del sorbete y la probó así en frío nomás.

-Es cualquiera. Tiene re-gusto a mamá.

Se rió con los ojos brillosos. Me pidió que la dejara arriba de la mesada.

Echados frente a un partido de Boca o River, charlamos un rato: lo que nos pasaba, lo que sentíamos, el desgaste de lidiar con lo amable y cargoso de los demás, las agendas semanales.

En el entretiempo, me volví a casa pedaleando pensativo, dándole vueltas a otras cosas que ya no iban a pasar más.

 

Suelta de cenizas

cenizas

La mañana de Navidad solté en el mar las cenizas de mamá.

Habían estado en su casa desde los primeros días de enero, cuando la funeraria nos las entregó junto con la factura para pedir el reintegro a PAMI. Ni mi hermano ni yo sabíamos qué hacer con esos restos mortales. Las cenizas de mi viejo, escépticamente, ni siquiera las habíamos retirado del crematorio. Y las de mamá descansaron todo el año en un «cofrecito», dentro de una bolsa con el logo de un cementerio, sobre la tabla de planchar junto a la heladera.

Después de acompañar a un amigo a enterrar las cenizas de su padre en la cancha de Independiente, y mientras planeaba pasar Nochebuena en la costa, se me ocurrió que el mar, con todas sus metáforas, prestaban una opción idónea, para una nueva despedida, simbólica. Mi hermano rehusó la invitación, pero me confió la tarea.

Antes de arrancar para Gesell agarré la «urna» (una cajita de chapadur), la di vuelta y le dasatornillé el fondo, y una placa de metal plateado (¿aluminio?) grabada toscamente a mano: «x Q-E-P-D x Soledad E. Scarinz (le faltó una «i») 30-12-2013″. Adentro había una bolsa de plástico negra con cinta scotch en una punta, un paquete de un cuarto kilo. Me llamó la atención la textura: no parecía polvo, como la ceniza de un pucho; se palpaba como conchilla, como arena gruesa.

El 24 a las tres de la tarde estábamos con Alix armando la carpa; y a las cuatro, en el agua. Cuando se fue el sol, prendí el fuego del asadito, y antes de la medianoche, nos instalamos en la playa con un vino listos para ver los fuegos de artificio frente al mar y bajo las estrellas. En Mar de las Pampas el cielo se prendió fuego de colores coreográficos. Fue la primera nochebuena en cuatro o cinco años que no pasé en un sanatorio (o con uno menos en la mesa chica). Envueltos en una colcha, abrazados, nos quedamos dormidos en la arena, y de madrugada volvimos al cámping.

A las nueve, sol y calorcito, encaramos playa, y decidí llevar el cofre con las cenizas. Cuanto antes, mejor, pensé. Y preferible de día, con pocas personas alrededor. Cuando dejamos nuestros pertrechos sobre la arena -una mochila, el cofre, la bolsa de mandados con el equipo de mate-, se nos acercó una perrita negra y simpática, y una libélula de cuerpo azulado: la perrita tenía la lengua afuera. Le ofrecí agua en la mano; se la tomó la libélula, que después se fue.

Momento de arrojar las cenizas al mar. Alix me filmó para mi hermano. Caminé hasta la primera rompiente y vertí el contenido sobre las olas, cerca de la superficie del agua, para que no se lo llevara el viento. Lo sentí liberador.

Volví a la orilla y resolví enterrar la urna –la tapa la tiré al mar como si fuese un frisbi rectangular. Mientras hacía el pozo, la perrita aullaba, me imitaba, cavaba un hoyo. Después encontró una ramita recta, y jugamos a tirársela, que la fuera a buscar, y la trajera de nuevo, una y otra vez. Evidentemente, los animales necesitamos jugar, y nos atraen las reiteraciones con variantes.

Rato después, inflé un globo rojo y lo solté. El viento del norte soplaba paralelo a la orilla, y el globo fue dando saltitos por la arena mojada hasta un grupo de tres niños de menos de un metro. Uno logró agarrarlo. Al rato se le escapó y siguió su viaje hasta un niño siguiente, y así hasta que lo perdimos de vista: sabiendo que hasta su último momento le podía dar a cualquiera una alegría simple, inesperada.

 

Demolición

Ataulfo Perez Aznar - Loma

Una exposición de tres fotógrafos argentinos: Alberto Goldenstein, Marcos López, Ataúlfo Pérez Aznar. Cuatro con el curador, Guillermo Ueno, que realizó la selección y el montaje en base a ideas como:

Reunir los archivos de tres referentes, correr los egos, sus “marcas registradas”, barajar fotos y repartir de nuevo, a ver si de esos juegos surge algo más amplio que el estilo personal, ¿un lenguaje fotográfico de acá? ¿Un idioma (fotográfico) de los argentinos?

Ueno ve la posibilidad de tratar a las imágenes como kanjis (ideogramas chinos adoptados por Japón: siempre traducción), signos-conceptos ambiguos que se articulan en sintagmas polisémicos, como en poemas, como jaikus o tankas. De sus combinaciones resultaría una suerte de gramática.

Citando al polaco Gombrowicz, “ciudadano de segunda”, un periférico, para colmo desplazado, reivindica la inmadurez, la inconsistencia de la tradición, y la libertad para hacer cualquier cosa, para construir algo inédito, para desviarse, derivar, pirar.

Cobran protagonismo los procesos de trabajo. La constancia. Los azares. La insistencia. Los descubrimientos. Están a la vista las pruebas de contacto con las marcas de las elecciones, preferencias, pifies, copias malas, ¿descartes? Las fotos detrás de las fotos. El taller se abre.

Marcos Lopez

Al entrar y panear el gran galpón blanco: hay fotografías distribuidas en las paredes, ampliaciones de los tres, mezcladas, color, blanco y negro, en distintos tamaños, con distintos marcos, distintos agrupamientos. Dípticos, tríos, septetos… Debajo, hacia el perímetro, vitrinas (mesas vidriadas) con fotos surtidas, contactos, pequeños montajes, miniaturas… Y en el centro tres mesas, una por autor, con cajas repletas de “material” para revolver con guantes y estudiar con lupas.

Empiezo por las paredes. Reconozco alguna que otra imagen. Me voy cruzando con las vitrinas. No vi en profundidad la obra de ninguno. Hojié libros de Marcos López, algunas fotos en muestras colectivas, sus imágenes circulando en Internet. De Goldenstein, ídem; menos aún. De Pérez Aznar, muy poco, el más incógnito. Veo que circulan unos “mapas” (o machetes) que indican a quién pertenece cada foto, ¿una especie de analgésico para la incomodidad de no saber quién hizo qué?

No es M.L. el del Supermán de la loma con curiosos. Ni sacó A.P.A. esa vibrante Madre de la Plaza. El Lobo Marino sí es de A.G. Pero eso hay de todos.

Me acuerdo de los Blindfold Test, audiciones de música a ciegas, de Leonard Feather para la revista Metronome: le pedía a un músico que escuchara un tema (sin saber el intérprete) y diera sus impresiones; después, sabiendo, volvían a escuchar. Dato colorido: la “Chica Pepsi” en el catálogo se le adjudica a Marcos López pero en el “mapita” a Goldenstein.

Me parece preferible disfrutar los beneficios de la ignorancia. Imposibilitado y eximido de atribuir a cada foto su autor, me confronto con las imágenes, con sus combinaciones. Trato de ver qué me dice cada fotografía, y qué se arma entre unas y otras. Dar con pistas de esa gramática sugerida y elusiva. Encontrar formas de ¿lo argentino?

Me siento como un estudiante inicial, saliendo de un aeropuerto a un país que habla su nueva segunda lengua. Reconocer ciertos signos, darse cuenta de ritmos, tonadas, y de todas las referencias que se escapan. No es una simple y ordenada retrospectiva de tres grosos, una antología de grandes éxitos, ni de lados B. Tampoco es una historia ni cronología de la fotografía argentina contemporánea. Pero las biografías y las obras están atravesadas por la vida social, y los trabajos de estos tipos abarcan desde los 70s al presente. ¿Una generación? Más de tres décadas de laburo, de cámara y laboratorio, de bocetos, de producción, de muestras y publicaciones.

En las imágenes aparecen los signos de los tiempos que corren, testimonios de un cambio de siglo: cambian las películas, las pilchas, los pelos, los coches, los packaging de la cultura. Y la atmósfera, densa de la dictadura, el destape a la vuelta de la democracia, cultura rock, carnavales travesti, relojes digitales, los modernos y bifaciales 90s, viajes al exterior, cóvers, la antropofagia de íconos y marcas importados…

Percibo lo argentino en lo fotografiado, en los rasgos, los paisajes, los objetos propios de nuestra cotidianeidad, y en cosas que se nos cuelan, suvenires traídos por turistas, viajeros, migrantes… Mar del Plata x 3, las reposeras, los pañuelos en la cabeza, ojotas, la mersada y la paquetería, parar en la peatonal, buzos remangados, los logos del Pancho 95, el morochaje y los gestos de refinamiento, los objetos sobre una mesa de luz, un Falcon en la puerta del Metro, y un Chevy con chapa de Massachussets, cortinas plateadas y unas tumbadoras en un cabaret, la revista que cubre el rostro del burrero, pesos ley, reinas provinciales, changos del súper, del norte, chinas, gauchos, gaúchos, guachitos, pastizales, yuyerío, costaneras, baldíos futboleros, pampa, edificios, monumentos, una vaca y la calavera con piedras preciosas, cráneos, velorios, cementerios, fotos de galerías, desnudos de museo, fotos de fotos… Cientos de fotos. Muchas más de las que se podrían ver si se les diera el tiempo que requieren. Y en suma, un territorio vasto, de límites porosos, con fronterizos y migrantes, llegados por agua, por tierra, por aire, fugados… Más allá de la ficción de las aduanas, ¿hasta dónde alcanza, dónde empieza a terminar? Yungas, Brasil, Cuba, la Estatua de la Libertad en Buenos Aires, adobes y avenidas… Un sobre de papel madera con fotos de Goldenstein dice en fibrón: “Norte, Zurich, Mar del Plata”. ¿Será que hay algo argentino, no (sólo) en lo fotografiado, sino en la mirada? ¿Una visión argentina?

Steve, de Alberto Goldenstein

Se me vienen algunas reflexiones, pero antes hago uso de mi derecho a mandar fruta, a decir lo aparecido sin justificar: más allá de la enumeración infinita de elementos visibles, algunas imágenes cautivan por su aura de nostalgia, ironía, calidez… ¿la temperatura afectiva de la luz? Una sensualidad que siento cercana, como esas primeras tetas birladas de una película en Función privada. Un modo de la elegancia, que se da como disposición a lucir tal cual se es, más que como sobriedad. Cierta picardía criolla, en los ojos del retrato y en la mirada del retratista, de la picaresca de Olmedo hasta el delirio alla Cha Cha Cha. El afán de exagerar. La saturación de la clase media, en Mardel (o en Liniers), entre los familiones de vacaciones y la aristocracia local, la admiración por lo inaccesible y el riesgo de lo tan cercano, esa oscilación entre el centro afuera y la periferia interior… Impresiones fugaces… Y ahora sí, algunas ideas:

Bajar del pedestal. La deconstrucción de los estilos personales da lugar a sorpresas. Al seguir, por ejemplo, el despliegue de la forma humana, los retratos, francos frente a la cámara, entrevistos, capturados del vértigo, distintos desnudos, desnudeces, de la intimidad a la exhibición, de la carne a la escultura, maniquíes de taller y de vidriera, autorretratos y sombras de fotógrafos, siluetas, caretas, disfraces, trajes, prótesis, estatuas que dialogan con el paisaje y con la historia, estampitas que dialogan entre sí… Si bien la mezcla de fotos sin nombre puede reposar sobre el reflejo de la identificación, sobre la presunción y su probable error, lo que se evidencia son búsquedas cercanas, simultáneas, compartidas, coincidencias en tres fotógrafos con características propias que no tienden a asociarse… Los juegos que se arman en las paredes y las vitrinas proponen conexiones novedosas entre imágenes, y momentos, y temáticas.

Hay un premio a la paciencia, a la observación atenta y libre de ansiedad. Al revolver las cajas de los autores en las mesas centrales, reaparecen muchas de las fotos que vimos entremezcladas sin atribución, y se revela quién las tomó. Vemos “la misma foto” en dos versiones, tres, cuatro…. Tiras de pruebas marcadas con una cruz, con un punto, con un sí, un no… Planchas recortadas, que ostentan el vacío de la elegida. Contactos y ampliaciones, copias defectuosas, pruebas que se lucen en otro punto de la instalación, y que en algún punto podrían intercambiar lugares; muchas con “errores”; muchísimas “perfectas”. Más de las que uno podría ver en una o dos visitas, si se detuviera el tiempo que cada una requiere. De eso se trata, ¿no? De la atención, y el tiempo que transcurre en cada imagen, las relaciones que se tienden…

Es notable cómo cambia la misma imagen dentro de las series meditadas de paredes y vitrinas, donde cada foto tiene su por qué, su porque sí; y dentro de las series más aleatorias de las cajas, donde, trastocadas, toqueteadas por las visitas, las fotos “elegidas” se aprecian en relación con sus compañeras “desestimadas”, que les dan relieve, y con búsquedas paralelas, con otros agrupamientos.

Por un lado, se refuerza la significación de esas combinaciones “gramaticales” de la selección y el montaje: esos sintagmas multidireccionales que forman dos, tres, cinco fotos presentadas en conjunto; y todas las posibles sustituciones paradigmáticas. Cada imagen, que significa múltiplemente, participa de secuencias, se ve afectada por las próximas, las que le siguen y la anteceden -no en una sucesión lineal como en la escritura sino en el recorrido que arma la mirada, como cuando, tras el golpe de vista, se van descifrando los números de los dados que arrojó el cubilete-, y cada imagen pertenece a más series de imágenes, varias de las cuales podrían sustituirla en la secuencia. Muchas fotos de las cajas podrían ocupar un lugar más “destacado”, reemplazar a las más visibles.

Revolver las cajas con pruebas, meterse en esa intimidad de los procesos, devuelve a estos tres grandes al lugar de exploradores, de laburantes, de buscas… Y lo mismo corre para el curador y la muestra. Ueno equipara a estos tres capos, y a sí mismo, con otros fotógrafos, con cualquiera, con cualquier observador sensible, cazador de epifanías, perseguidor de formas… Las fotos, así manipuladas, regresan al terreno de la práctica, al territorio de lo perfectible, de lo debatible, lo decidible, del criterio y el gusto, del capricho.

Otro ejemplo para ilustrar una idea que se desprende: en una de las vitrinas hay un paquetito de copias mini, una pila (una bocha) de fotos, sostenidas por una banda elástica. Vemos la cara superior, una que se asoma, tres desplegadas en la base. Y queda en evidencia que sólo vemos la punta del iceberg, que detrás de cada imagen hay tantas otras, registradas y no, acaso con defectos técnicos, hallazgos emotivos.

Podemos pensar que cada fotografía es una caja, que contiene montones de fotos, que cada impresión sobre la superficie sensible tiene, además de la profundidad de la imagen, el volumen de los intentos que dan densidad a los aciertos. Y la muestra cobra algo de puesta en abismo.

Fernando Aíta
Fotos: Ataúlfo Pérez Aznar, Marcos López, Alberto Goldenstein.
Más sobre la muestra en Tosto.
Y en REV.

Los sospechosos de siempre

Los sospechosos de siempre - Mirate esta. Cartas de película.

Avellaneda, 19 de julio de 2011

Hola, pa:

Te escribo con una linda excusa: hablar de una película que los dos vimos, en VHS, y a los dos nos gustó: Los sospechosos de siempre. Que además la consideraba un buen título para que hiciéramos un experimento. ¿Te acordás algo? Te hago un resumen.

La primera escena sucede “la noche anterior” en un puerto de San Diego, California. Una figura llamada “Keyser” remata de un tiro a Dean Keaton (Gabriel Byrne), antes de prender fuego el barco donde veintisiete tipos, parte de una banda de traficantes, acaban de perder la vida en un tiroteo. Por la mañana, uno de los dos sobrevivientes, un marinero húngaro de la tripulación, hospitalizado con quemaduras graves, repite con insistencia y terror el nombre de Keyser Söze, y ayuda en la confección de un identikit. Mientras tanto, el otro sobreviviente, Roger “Verbal” Kint, un estafador tullido (personificado por Kevin Spacey), acuerda contar todo lo que sabe al Agente Kujan, a cambio de impunidad. Y una serie de flashbacks, narrados por “Verbal” Kint durante el interrogatorio, reconstruyen la historia: unos vuelven a la noche anterior, la de los tiros y el fuego; otros, se remontan seis semanas atrás, cuando la policía de Nueva York había apresado por el robo de una camioneta a un grupo de delincuentes muy junados para una rueda de reconocimientos.

Es difícil recordar el argumento de tan sinuoso y complejo. Básicamente los cinco “sospechosos de siempre” (Spacey -Oscar al mejor actor de reparto-, Gabriel Byrne, Benicio del Toro, Stephen Baldwin y Kevin Pollack) resultan inocentes del robo. Y deciden vengarse de la policía mediante un golpe comando al “mejor taxi de la ciudad”: un patrullero entongado para trasladar traficantes. Los rodean con dos camionetas, les revientan las gomas; uno se para arriba del techo y les rompe el parabrisas de un masazo. Agarran el contrabando, prenden fuego y se van. La operación es un éxito, y el quinteto se traslada a Los Ángeles para vender su botín a un tal Redfoot, que les encarga otro trabajito: asaltar a un traficante de joyas. Pero el joyero no llevaba alhajas sino heroína. La banda increpa a Redfoot, y éste apunta a un tal Kobayashi, al fin de cuentas, abogado y mano derecha del mítico Söze. El ominoso Sr. Kobashayi, hace su aparición y les da un nuevo encargo al que estos hombres no pueden negarse: asaltar el barco que arde al comienzo de la película.

En el transcurso se engrandece la misteriosa figura de Söze, sobre quien corren miles de rumores que lo pintan como un criminal temiblemente inhumano. Por ejemplo, una banda adversaria, que disputaba el control de la heroína en Turquía, toma de rehén a la familia de Söze. Pero antes que mostrar debilidad, Keyser mata primero a su propia familia, luego a los secuestradores (perdona a uno para que corra la voz), y por fin a todos los parientes y conocidos de sus enemigos. Después desaparece y se convierte en leyenda. La pregunta que uno llega a hacerse es: ¿Quién es Keyser Söze? ¿Es Keaton? ¿Es Kobayashi? ¿Existe Keyser Söze? A propósito “Verbal” declara: “El mejor truco del diablo fue convencer al mundo de que no existía”.

La película, dirigida por Bryan Singer y escrita por Christopher McQuarrie (Oscar al mejor guión), como muchas de suspenso, está armada en función de la sorpresa final, al develarse el misterio. Cuando se estrenó, por la misma época que Seven (Pecados capitales), donde también Spacey hace de malo, me contó una amiga (y otra me lo confirma) que en un cine de la Avenida Santa Fe, en el afiche de la puerta, donde se veía a los cinco actores-personajes en rueda de reconocimiento, alguna persona muy guacha había dibujado con fibrón una flecha que señalaba y decía “Es éste”. Una turrada, que uno no sabía si creer o no: tranquilamente podía ser mentira. Pero entrabas a ver la película condicionado.

De todas maneras, la historia se sigue disfrutando incluso si uno conoce de antemano cómo termina. Lo más notable es la forma en que se diseminan una cantidad de detalles secundarios, que siempre permanecen a la vista y de repente se vuelven relevantes, no por la importancia de su contenido, sino por cómo ocuparon su lugar en la trama, por la trama que sirvieron para hilar. En un momento de epifanía, una recapitulación en videoclip, arman una secuencia asombrosa por obvia, y explicitan el “deja vu” en la mente del detective y el espectador. Seguro que vos, viejo, como yo y muchos, cuando terminaste de verla la primera vez, pensaste “Tendría que mirarla de nuevo”.

Lo que noté cuando la volví a ver (esta vez en Internet) es que “Verbal” Kint, un improvisador y narrador tremendo, usa los hipervínculos con una facilidad asombrosa: o sea, con los datos caprichosos que le tira la situación, con el entorno más inmediato, va componiendo un pasado coherente, y se va construyendo un personaje (Keyser, él mismo en tercera persona) que vela su verdadera identidad. Acordáte de que se lanzó en 1995, antes del Facebook. Con esto de armar historias haciendo copy-paste con algo de cada hiperlinkeo, como si hicieras zapping y tomaras un dato de cada canal para incorporarlo a tu narración, Verbal me resulta un personaje (como la película) muy de nuestro tiempo.

Vos sos de otra época, y ahora más que nunca, del pasado, aunque te adaptaste bastante (pensar que íbas a bailar con las orquestas típicas y terminaste escuchando tangos en un MP3). Después de jubilarte, tuviste un tiempo de ir al cine todas las semanas. Pero tu lugar favorito fue la cama, frente a la tele, con los controles remotos, la revista del cable y las pilas de DVDs que mamá trocaba semanalmente con amigas y vecinos. Horas y horas alternando entre las ficciones chatas de los noticiosos, el clásico argumento del partido de fútbol con puestas en escena y elencos cambiantes, y montones de películas, muchas ya vistas y apenas recordadas, o memorables. Los últimos años, tus ojos empezaron a secarse y fuiste perdiendo visión. Me decías que ya no podías leer los subtítulos, así que tenías que elegir películas en castellano o dobladas, para que los sonidos y los diálogos te guiaran entre las sombras coloridas y contornos difusos que percibías en la pantalla.

Quería que hiciéramos el experimento de mirar juntos esta película (doblada al español), y después filmarte con la cámara de fotos y que vos me contaras lo que habías visto, oído, recordado, conectado… Rehacer la película según tu percepción y tu memoria: un videíto con el relato de tu versión, y agregarle unas fotos, unas secuencias y capaturas de pantalla. A semejanza y diferencia de “Verbal”, con unos pocos datos del entorno (luces y sonidos), y sobre todo el archivo de imágenes de tu memoria, recomponer el presente. Más que nada, una excusa para pasar un rato juntos, para mantener viva la charla, inventar algo nuevo, que nos interesara, que nos distrayera un poco, y que nos ayudara a vivir mejor en estas condiciones.

Vivías en una ficción permanente (y quién no, ¿no?), aunque a lo último te costaba mantenerte en esas historias fabulosas, llenas de acción e intensidad, donde lo excepcional se da constante, pero que igual cada vez te deparaban menos asombro y más reconocimiento del oficio. Una frase amarga y convincente, cuyo autor ignoro, afirma que “el dolor es la conciencia de la vida”. Supongo que tu pie no te dejaba pasear tranquilo por esos mundos imaginarios, rodeado de tus viejos conocidos, actores y personajes. Cada vez más rápido, el dolor te traía de nuevo a la ardua realidad de tu cuerpo en decadencia, y a la cansadora cotidianeidad.

Me acuerdo cuando te internaron el año pasado para las fiestas. Tu pierna andaba para la mierda y la lúgubre clínica de PAMI no influía nada bien sobre tu ánimo, ni el de nadie. Un día decidimos que no tenía sentido quedarnos al lado de la cama a verte dormir. Que las enfermeras se ocupaban, que mejor ir cada cual a descansar a su casa. Amaneciste atado a la cama, con moretones en los antebrazos del esfuerzo por zafarte: delirabas, pretendías escapar desnudo por los pasillos y habías armado un gran quilombo de gritos y destrozos menores. Esa noche me quedé con vos. Me contaste que no sabías bien lo que había pasado. De entre la confusión por las medicaciones, el cagazo, y la extrañeza del lugar, retenías fragmentos, escenitas: había cinco mujeres agarrándote, vos les pedías que no te ataran, gritabas por Gonzalo y por mí, que llamáramos a la policía. Las empezaste a amenzar: Que te dejaran solo o ibas a quemar el barco. “Les voy a quemar todo el barco”. Después, del televisor, que colgaba en lo alto de la pared, y donde ocurría una carrera de caballos, o indios y vaqueros, habían empezado a salir chispas y llamas. Entonces te tranquilizaste, te dijiste: “Estoy trabajando en una película, seguro que va a pasar algo, una magia que me va a liberar”. Llegó el sueño, y luego el día.

Me pregunto: ¿Cuánto habrás alucinado aquella noche y cuánto inventado después? Me gustan mucho las improvisaciones. Y me intrigan las relaciones entre imaginación y memoria. Creo que, para formarse una memoria viva, hay que entrenar la percepción, retener los detalles que la impregnan.

Al final de la peli, Roger “Verbal” Kint sale rengueando de la comisaría, pero a los pocos metros, mientras al policía le empiezan a caer las fichas, se vuelve Keyser Söze, y camina bien. Un auto lo pasa a buscar y se lo lleva de nuevo al misterio. El detective sale apurado a la calle y, creyendo que lo puede reconocer, busca con los ojos a un fantasma.

Tu última tele era un tubo, de 20». Cuando se apaga, hay un punto de luz que persiste un buen rato.

 

Publicado en Mirate esta. Cartas de películas, Ensayos en Libro, Buenos Aires 2011.

 

Una biografía grafitera

pinto y me voy - Gutiérrrez 1200, Dock Sud

Cuando coleccionás grafitis (supongo que pasa con cualquier cosa que colecciones), no podés dejar de notarlos. Además de que abundan. Creo que, más allá de la obsesión, en la ciudad no hay una sola cuadra sin marcas: aunque sea una firma, un dibujito, un mensaje, fijate bien, porque en algún lugar están. Es lógico, natural podría decir: ese impulso expresionista incontenible. No hay que ir hasta las cavernas. Dale un lápiz a un nene y libertad, y lo más probable es que pinte una pared.

Con la escolaridad llega el control (empecé primer grado con Malvinas). Recuerdo siempre como una tensión las ganas de dejar los nombres/apodos, los clubes, las bandas, o corazones, o saludos, o bromas, en bancos, en paredes, en puertas. Y los castigos, y los sermones sobre que mis derechos terminan donde empiezan los de los otros, el no confundir libertad y libertinaje, no hagas acá lo que no harías en tu casa… ¿Qué dicen? Si mi pieza la tengo toda pintada… Y las carpetas llenas de garabatos. Y en séptimo me acuerdo de la costumbre de fin de curso de escribirse todos los guardapolvos: el deseo de individuarse donde las instituciones uniformizan.

Sobre todo en la adolescencia, que hay una necesidad irreprimible de expresarse. Pero a los chicos no los dejan apropiarse de su “segunda casa”, con el argumento de que son espacios compartidos (bueno, que los otros pinten también); de que es desprolijo o sucio, es decir vandálico, lo que en realidad significa: acá la autoridad está siendo desafiada. Creo que hay problemas en las escuelas (públicas o privadas) mucho más profundos que la apariencia de sus edificios: eso es una simple manifestación de un orden que se desmorona, porque las formas nuevas lo están desbordando.

Empecé a prestarle a los grafitis otra atención entre los once y los doce, porque los hermanos más grandes de mi amigo El Chueco, andaban por la plaza y las esquinas con un aerosol, que nosotros usábamos, tímida y emocionadamente, en un cuarto de herramientas al fondo de la casa de ellos. No podíamos ser más obvios: “Pink Floyd The Wall”. Me acuerdo en ese entonces de Los Vergara escribiendo grafitis. Tenían una seccion en la revista «Eroticón Humor»: frases ocurrentes que involucraban a políticos y personajes de la cultura o la farándula. Hace poco descubrí en Dock Sud una pared llena de frases ingeniosas de ese estilo debajo de un gran “Feliz 1991”, pintada por los vecinos, deduzco. Pienso que es un fenómeno muy ligado al afianzamiento de la democracia: cuando se volvió a poder circular de noche (aunque la policía siga siendo de la dictadura). El fin del silencio aterrorizado. La vuelta de los partidos políticos y sindicatos. El destape. El comienzo de la FM y el aluvión del rock.

Durante los ’90s, mi adolescencia, tengo el grafiti asociado con bandas emergentes: pintar con aerosol y pegar calcos eran parte del camino hacia la fama tanto como conseguir fechas, repartir volantes o grabar un demo. Por esa época egresaban las primeras generaciones que habían vuelto a tener centros de estudiantes. Eran los años de la Ley Federal de Educación, y de los indultos de Menem. También de los escraches y el surgimiento de HIJOS. Los murales en aquellos años los hacían las organizaciones sociales, y muchas veces suponían toda una estética militante, latinoamericanista, con referencias cubanas y del caribe revolucionario. Paralelamente, a nivel macro la política se convertía en sinónimo de transa, y comenzaba el descrédito que iba a terminar a principios del nuevo siglo con el “Que se vayan todos”.

También los 90s fueron la época de la clase media viajando por el mundo. Hasta los más ratas podíamos llegar por tierra hasta Colombia, Perú, por lo menos: una horda de cronistas que traían novedades. La época del neoliberalismo feroz, la globalización, las importaciones: CDs, TV por cable, PCs clonadas, Internet. Fueron cambios culturales muy profundos, en la forma de percibir el mundo y de comunicarse. El diseño se convirtió en un requisito casi indispensable para cualquier cosa a compartir: el mejor ejemplo, me recuerda un compañero, es el flyer para invitar al cumpleaños.

Para 2001 estaba realmente espeso el clima. En las calles había mucha gente. Empezaron los piqueteros en las rutas del interior, durante los años de ajuste. Después se levantaron los barrios periféricos. Luego estallaron las ciudades: Buenos Aires estaba cubierta de pintadas, muchas pidiendo trabajo y dignidad, otras expresiones de bronca o hastío, muchas apelando a la imaginación. Los que no emigramos tuvimos que poner la creatividad al mango. A la vez como tenías garantizado no ganar un cobre, mejor hacer algo que te gustara, y mucha gente se dedicó a crear. Oscar (Brahim), el taxista del documental, fue en buena medida la personificación de la época.

Algunos sitúan ahí el comienzo del arte callejero (alias street art) en Argentina. La novedad fueron los dibujos tipo historieta, o cómic, entre infantiles y empepados (pienso en la “consagración” de Liniers). Proliferaron los stencils, con un gusto más local, tal vez por el uso de íconos de la cultura de masas de acá. Y los tags, que los vi casi iguales en Bolivia y Brasil: un fenómeno global, irradiado desde la extrema necesidad de los negros del Bronx, exportado como algo cool por marcas y discográficas. El sueño tan americano de ser famoso. Que cada vez comparten más personas en cualquier ciudad populosa donde se ponen algunas figuras bajo el reflector y se deja al resto en las sobras del anonimato.

En 2002, con Alejandro Güerri empezamos una revista literaria digital: Ñusléter. Mandábamos por mail, usando conexiones de dial-up, un mensaje (sólo texto) con prosas, poemas y demases. Una de las secciones se llamaba Grafitti: la propuesta era copiar frases leídas en las paredes y registrar su ubicación. Muchas lectoras y lectores se prendieron y nos mandaban transcripciones de las pintadas que se cruzaban. Todavía me asombra y alegra encontrarme por la calle con frases que leí en mails hace varios años, y son notables las pilas y la buena fe de todas las personas que colaboraron. Pueden leerlos acá.

Pasaron varios años de Ñusléter y cambiaron muchas, muchas cosas. El pasaje de la cultura del texto a la cultura de la imagen se aceleró y profundizó. Se extendió el uso de las cámaras digitales (aumentó el número de megapíxeles) y los celulares con cámaras de fotos. Internet evolucionó al 2.0: blogs, comunidades, redes sociales, la onda de participar, compartir, interactuar con todo. Y Ñusléter mutó -aumento del equipo, cambio de tecnología y de enfoque mediante- en GRaFiTi.

Arrancamos con bastante rigor y celo por la frase, pero pronto notamos que en la calle conviven muchas formas de expresión diversas. Los murales de street-artistas, los dibujos de aerosol monocromático, las pintadas inspiradas por el amor, por la pasión futbolera o por el rock, los trazos herméticos de los taggers y bombers, los esténciles con imágenes elocuentes, las escrituras en fibrón o líqüid, las fotocopias pegadas y los calcos, las rayaduras en madera o cemento fresco, todas son marcas vivas de las personas que habitan la ciudad. Voces o gestos que te llaman desde todos los rincones. Cada cual con su singularidad, de a ratos te hacen perder de vista el acoso monótono de las publicidades. Uno de los grandes favores que nos hacen. Y como con cualquier mundo en el que te adentrás, cuanto más atención ponés, más cosas descubrís. Un mundo con una vitalidad tremenda y un entusiasmo que contagia: “Hacelo vos mismo”.

Publicado en el Blog de GRaFiTi