Cincuentiséis en provincia

 

Entró el cuarenta y cinco a la cabeza;
Vicente, el quinielero, jugó al catorce,
y liberado de su memoria cabulera,
chupa como un desagüe en un diluvio.

El bar del Japonés, la guarida de la charla:
de haber un solo sobrio lo emborracharía
el aire viciado de vino, de vermú, de pucho,
de barajas viejas, y se baten
los dados en el cubilete.

Todavía la lengua le hace caso,
derecho, canas en orden,
del público llama, saluda y canta,
al banquero, un chorro
de números: los sueños, la vida
de los vecinos en pesos y centavos.

Esa noche, le avisaron, le toca.
Pensaba mostrarles a las chicas
los bolsillos, pero tiene contadas
las horas: descarta
y se tiñe de whisky la conciencia.

Oye el canto de la sirena
y los ojos, dos heridas, distinguen
en la puerta la patrulla.
Pide a un compadre cigarros
y se entrega,
como una caja de herramientas
al capataz, a la rutina:
saludar al comisario,
dormir en el calabozo.