Choreo

El 14 de marzo me asaltaron por última vez (en mi vida, espero). Era sábado a la noche, tenía plata y hacía calor. El chino había cerrado. Necesitaba otra cerveza y comida. Agarré un envase, lo puse en la mochila y fui para el lado de Pancho 95 y la parrilla de Cacheto. Salí de casa no importa en qué estado de conciencia, pero sin duda poco preparado para ser víctima de un robo a mano armada. Había caminado unas sietes cuadras, y a la vuelta de la terminal del 95 y del local de panchos homónimo, primero vi pasar dos pibes en una bici y al toque apareció corriendo un loco con casco de motociclista y un chumbo, dando la orden de que bajara la cabeza. Me di cuenta de que ya había perdido, de que eran dos, así que agarré los diez pesos que tenía y los puse a la vista para que me chorearan lo más rápido posible. El cabezón se me vino encima y me pegó un culatazo en la parte superior derecha del cráneo. Me surgió sangre. Uno me repetía que no los mirara, la concha de su madre, que bajase la cabeza, que me agachara. Mientras, el otro me daba piñas y patadas. Una escena de gran violencia, sobre todo para mí, que ya había entregado mis diez pesos y la mochila con el envase. Pero no se daban por satisfechos, me hicieron caminar unos metros hacia una parte más oscura de la calle, recordándome con golpes ocasionales que no los mirara. Y mientras me revisaban la mochila, me hicieron un breve interrogatorio: ¿De dónde sos, amigo? (Me decían amigo). ¿Y qué hacés? ¿Qué andás haciendo por acá? Hablá, hablá. Me sentía más en una razzia que en un asalto. Ya no parecía que fueran a matarme, pero algún golpe más por ahí ligaba. Les pedí que se fueran, que me dejaran ir a lavarme la cabeza. Pero no. Querrían escuchar a alguien, hablábamos el mismo idioma, conozco la música del dialecto, y parece que les gustaba mi voz y ejercer la autoridad que les daba el fierro. Se estaban poniendo la gorra. Pensé que más que robar estaban ocupando un territorio, liberado (o controlado) por la policía: el espacio público. Pensé en para-policiales. Como los que andan en coches de los ochenta con sirena y vigilan a las personas de bien del barrio cuando guardan sus vehículos en las cocheras. Y ahí seguía yo con la cabeza gacha, fastidiado, sangrante y prisionero, y mis amigos con ganas de seguir la charla. ¿Por esta plata te hacés pegar?, se lamentó uno. Me devolvieron la mochila, y casi me dan mis diez mangos. Pero me invitaron de nuevo a dialogar. Les dije que una cosa era que anden ganando, pero no da un arrebato así zarpado. Que yo me fuera con la bocha rota. Y casi cobro de nuevo. No nos entendíamos. Yo no veía la hora de ir a limpiarme la cabeza, y estos pelotudos no sabían qué querían, aparte de experimentar con el poder. Por fin, me amenazaron con matarme si alguna cosa, me hicieron caminar para un lado, y desaparecieron por el otro.
Sentí que les tenía bronca aunque también un poco de pena y bastante miedo. Pero no podía pensar en la venganza. No sabía cómo eran sus caras. Uno de los amigos tenía casco como cualquier motoquero. Al otro le vi la sombra de una gorrita. En algún lado leí que uno de los peores miedos es a lo que no tiene rostro. Pensé que a los chorros la cara se la ponen en programas de la calaña de Policías en acción. Y después es como el miedo a un identikit, que podría coincidir con la mayoría de mis alumnos de séptimo grado en Dock Sud. El miedo a los ladrones deriva en el miedo a una clase social.
Encaré de nuevo para casa, sin sánguche ni cerveza, en cuero, porque se me ocurrió que la sangre de la remera asustaba más, y con una mancha seca en la cabeza. Me puse a revisar la mochila y noté que sólo me faltaba una guía T y –la puta madre– las llaves.
A las dos cuadras me crucé con un vecino, un tipo con el que no charlo pero al que saludo, y le dije: Me acaban de robar, ¿no tenés un teléfono para pedir que me traigan las llaves de mi casa? Y el tipo me empezó a preguntar: ¿Dónde? ¿Cuántos eran? ¿Con un chumbo? ¿Te pegaron? Me calenté para la mierda: ¿Me vas a ayudar o sos periodista?, le dije. Tengo el teléfono de mi casa…, se excusó. No me sentía como para un reportaje y lo mandé a cagar. Fui a un kiosco que hay cerca y le pedí a la señora 20 centavos para el semi-público: me prestó el teléfono. Llamé a mi hermano pero caí en el contestador del celular, y en el número de línea atendió mi vieja. A los quince minutos vino con un remís a la esquina de casa y me trajo un juego de llaves. Entré, me lavé la herida, me pegué una ducha. Ya no iba a salir a romper la noche, pero tampoco quería quedarme encerrado, espiando por la persiana y por el noticiero el peligro sin cara que acecha en las calles. Agarré un envase, otros diez pesos, y me fui a otro kiosco, pensando qué podía hacer con la paranoia, la bronca, el miedo, la sensación de desamparo y encierro, que me esperaba en el futuro próximo.

 

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