Otra Mujina

Después de la cena había ido al pasaje a juntarse con los pibes de la cuadra. Ya no les daba para otro picadito así que se quedaron charlando en ronda y empezaron a contar historias de miedo.

Los abuelos y padres de uno de los más grandes (trece anos) venían del interior, y contó las apariciones de La Luz Mala, La Llorona, El Ánima Mula y otras leyendas del campo. Para amenizar la velada y contribuir al clima, por la esquina pasó el ciruja del barrio, se detuvo y les echó una mirada amenazadora. La rueda siguió en tensión creciente, los tonos de voz bajaban y aumentaban el deleite y el espanto. Cerca de medianoche, ya todos se preparaban para volver corriendo, meterse en sus camas y sufrir pesadillas.

Cuando el grupo se dispersó, los chicos se fueron caminando en distintas direcciones. Él esperó a salir de la vista de sus amigos para correr los metros restantes hasta su casa. Llegó a la puerta de calle, la abrió y cerró en un instante, prendió la luz, cerró con llave y se quedó un momento con la espalda apoyada contra la madera. Todavía no estaba a salvo. Le quedaba enfrentar el miedo ridículo y profundo de todas las noches: caminar los veinte metros del pasillo, doblar, subir la escalera, cruzar el patio y entrar a su casa temiendo que algo surgiera de la oscuridad para atacarlo.

Quiso darse coraje y apagó la luz. Dio cinco pasos decididos y vio una silueta doblar desde la escalera y dirigirse despaciosa hacia él. Con el cuerpo electrificado, volvió atrás y encendió la lámpara: los ojos desorbitados vieron que la figura de negro que se le venía encima tenía la cara lisa, ni ojos ni nariz ni boca. No podía gritar. Se dio vuelta y cuando metió la llave en la cerradura, la luz se apagó.

Al desmayarse golpeó la cabeza contra la puerta (tenía un chichón en la frente). El ruido despertó a los padres, que lo encontraron tirado en el pasillo.

Publicado en el N º 4 de la revista Pipí Cucú.

Después de la cena había ido al pasaje a juntarse con los pibes de la cuadra. Ya no les daba para otro picadito así que se quedaron charlando en ronda y empezaron a contar historias de miedo.

Los abuelos y padres de uno de los más grandes (trece anos) venían del interior, y contó las apariciones de La Luz Mala, La Llorona, El Ánima Mula y otras leyendas del campo. Para amenizar la velada y contribuir al clima, por la esquina pasó el ciruja del barrio, se detuvo y les echó una mirada amenazadora. La rueda siguió en tensión creciente, los tonos de voz bajaban y aumentaban el deleite y el espanto. Cerca de medianoche, ya todos se preparaban para volver corriendo, meterse en sus camas y sufrir pesadillas.

Cuando el grupo se dispersó, los chicos se fueron caminando en distintas direcciones. Él esperó a salir de la vista de sus amigos para correr los metros restantes hasta su casa. Llegó a la puerta de calle, la abrió y cerró en un instante, prendió la luz, cerró con llave y se quedó un momento con la espalda apoyada contra la madera. Todavía no estaba a salvo. Le quedaba enfrentar el miedo ridículo y profundo de todas las noches: caminar los veinte metros del pasillo, doblar, subir la escalera, cruzar el patio y entrar a su casa temiendo que algo surgiera de la oscuridad para atacarlo.

Quiso darse coraje y apagó la luz. Dio cinco pasos decididos y vio una silueta doblar desde la escalera y dirigirse despaciosa hacia él. Con el cuerpo electrificado, volvió atrás y encendió la lámpara: los ojos desorbitados vieron que la figura de negro que se le venía encima tenía la cara lisa, ni ojos ni nariz ni boca. No podía gritar. Se dio vuelta y cuando metió la llave en la cerradura, la luz se apagó.

Al desmayarse golpeó la cabeza contra la puerta (tenía un chichón en la frente). El ruido despertó a los padres, que lo encontraron tirado en el pasillo.